martes, 27 de febrero de 2007

La primera mezquita y el último tren

12 de septiembre de 2006

La primera mezquita y el último tren

En 786 Abderramán I, instalado ya en su chalet de la Arruzafa, se planteó empezar la Mezquita, porque los hijos de Alá andaban más estrechos que las leyes penales y, el templo, les hacía más falta que el comer. Corriendo las mismas fechas, hace ahora 12 años, las obras más importantes eran las de la estación del AVE, que se inauguraba tal día como hoy. Y para darle paso a tanta modernidad, fue imprescindible cerrar el edificio de toda la vida, porque se había quedado obsoleto, que diría el presidente de entonces, del mismo signo que el de ahora, pero en sevillano.

Por estas fechas, en 786, se iniciaba el papeleo para la construcción de la mezquita, por orden de un Abderramán I que estaba más p'alla que p'acá, porque entre el trasiego desde Damasco a Córdoba, y el tiempo que echó en construir la Arruzafa, cuando acordó, le quedaba lo justo de vida.

Por lo visto, en cuanto se situó en Córdoba, toda su obsesión fue hacerse con un palacio calcadito al que había dejado en Siria, que no era moco de pavo. Puesto que toda Córdoba era suya y no tenía que bregar con los técnicos de urbanismo, buscó el sitio que más le agradó y empezó a construir, por la zona del Brillante. Colocó sillares y toda suerte de plantas, traídas directamente de su tierra natal, pues aunque aquí abajo vivía como un califa (siendo emir), no se le iba la morriña de la patria. Y entre un detalle por aquí y un peguillo por allá se le fueron casi veinte años. De repente, un día, empezó a sentirse achacoso y cayó en la cuenta de que los fieles de Alá andaban casi de prestado, en una mitad de la basílica de San Vicente, compartida con los cristianos, desde antes de llegar él.

Entonces –según la traducción don Manuel Ocaña, de los textos de al-Maqqari– "expropiaron a las cristianos la mitad de la iglesia mayor que estaba dentro de la medina de Córdoba, bajo el muro…" y a las demás iglesias las borraron del mapa. A partir de entonces, el número de islamistas no paró de crecer, pero la Mezquita seguía sin ensanchar. Empezaron a hacerle chapuzas a lo alto, de manera que al personal le "era imposible ponerse de pie". Así anduvieron; apañándose muy malamente, hasta aquel año de 786, en que a Abderramán I le pareció que, a Córdoba, no le pegaba una mezquita tan poco lucida. Y como los mandamases han sido siempre tan dados a poner sus obras faraónicas encima de las de sus antecesores, decidió que la gran mezquita aljama tenía que estar sobre San Vicente. Dicho y hecho; preparó una entrevista con los cristianos y "les exigió la venta de la parte que poseían", pero –eso sí– la pagó muy bien, que fueron 100.000 dinares. A los cristianos no les pareció bastante y negociaron el permiso para volver a levantar sus templos, en los mismos sitios de antes. Al final, cerraron el pacto y se marcharon, cada creyente a su templo.

A partir de entonces, comenzaron a acarrear material de aquí y de allá y, en el verano de 788 estaba ya para que su hijo Muhammad I pusiera unos cuantos rematillos. Les cundió, pero no por la eficacia de los albañiles, sino por que había menos trámites. Como tampoco había ecologistas, ni consejerías de Cultura, ni planes de prevención de riesgos laborales; además de echarle muchas horas, arramblaron con todo los que les gustó, desde las columnas de Cabra o Mérida a los árboles del Guadalquivir. La partida de solados se la ahorraron, poniendo tierra prensada, que para algo estaban las alfombras. Al final le quedó una mezquita bastante hermosa para la época, con su patio y todo. El emir pudo orar en ella, pero no la vio terminada. Pasó a peor vida, pues aunque el hombre había pasado mucho, al final se murió muy bien situado.

Un siete de septiembre de 1994, coincidiendo con la víspera del día de la Fuensanta de 1994, el último tren de Madrid paraba en antigua estación de la avenida de América. Era un AVE, porque teníamos alta velocidad desde la Expo-92, pero no había dado tiempo a acabar la estación nueva, propia de tan avanzado invento y tan magno evento.

El tren llegó a las 11.45 de una noche calurosa. Fue recibido por un grupo, relativamente numeroso de cordobeses, encabezado por Herminio Trigo. El alcalde de entonces, ni quiso perderse el evento, ni que se lo perdiera nadie, porque avisó de su presencia el día anterior y, cuando en el reloj biesférico de la vieja estación estaba muy cerca de marcar las doce, entre autoridades, público, prensa y viajeros, se llenaron los arcenes.

Al llegar la máquina, cada cual cumplió su función: Quiénes iban para Sevilla, subieron como si nada; los que fueron a mirar, no perdieron detalle; los políticos saludaron, sonrieron y posaron; los muchachos de la prensa trabajaron hasta más tarde de lo habitual y los obreros de RENFE a destajo, desde ese mismo instante. Y es que la inauguración de la nueva estación estaba prevista para tres días después, con presencia real incluida y mucha algarabía. Porque el personal supo darle a cada cosa el carácter que le correspondía.

La despedida a la antigua estación fue un acto emotivo, quizá porque era, de alguna manera, un adiós al escenario de infinitos momentos de encuentros y desencuentros, íntimos, personales, institucionales e históricos.

Habían pasado casi ciento cincuenta años desde la llegada de la primera locomotora, que ya son días. Y aunque nadie cuestionaba la necesidad de aquella actuación, no dejaba de tener sus matices nostálgicos. Quizá por eso, cuando el tren se perdió, camino de Posadas, todo el mundo cruzó las vías para recoger alguna piedrecilla, como se hace con la tierra de Jerusalén o las reliquias de un santo. Para los devotos de los recuerdos de Córdoba, tenía su importancia y, al fin al cabo, el gesto era bastante menos dañino que esos "recuerdos" de capiteles, columnas y exornos que, con todo el descaro, siguen luciendo algunas zonas privadas.

El 7 de septiembre de 2005 el Día denunciaba la existencia de un foco de ratas en algunas calles del Campo de la Verdad. La zona era entonces protagonista de otras noticias. A la expropiación de varias viviendas en el entorno de La Calahorra y las famosas grietas de las casitas, se unían las demandas del colectivo Puente Romano. Pedían un servicio de desratización de Sadeco y un favor, extensible a casi la totalidad de los barrios: que se procurara sacar la basura a horas decentes, sobre todo con estos calores.

Según los vecinos, la presencia de las roedoras tenía algo que ver con el incumplimiento de las normas por parte de un negocio cercano que no se cortaba un pelo, a la hora de tirar los desperdicios cuando le venía en gana. El hecho, , salvo por la valentía de decirlo públicamente, no tiene nada de original. Ocurre con frecuencia a lo largo y ancho de la ciudad, con el consiguiente berrinche del vecindario, a quién no le vamos a negar sus motivos.

Imagine usted a la ciudadana media (el femenino es porque seguimos siendo mayoría) con vivienda igual de media; una de esas criaturas, en fin, que además de vérselas y deseárselas para encontrar hueco al doble cubo de Sadeco ( en su cocina media) llega al contenedor, con sus dos bolsitas, y lo encuentra a rebosar de restos de cajas, bolsas, carnes y pescados; al por mayor, en el mismo cupo y, a veces, desde la madrugada anterior. Si es que nos pervierten, oiga.

Fuente: El día de Córdoba

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