18 de septiembre de 2006
El tren que pasó por Almorchón
El incesante ruido del pasar de los trenes era la melodía que cada mañana acompañaba a alumnos y maestros en la escuela de Almorchón en 1958. Máximo, uno de los doscientos niños del colegio, miraba constantemente por la ventana; le encantaba buscar a su padre entre el gentío de operarios ferroviarios que operaban 24 horas al día formando vagones con dirección a Madrid, Córdoba o Badajoz. Su padre era uno de los muchos maquinistas del enlace ferroviario de Almorchón que cobraba 300 pesetas y que trabajaba de sol a sol.
En la capilla, una escuela improvisada donde los pupitres de las niñas se confundían con los bancos de oración, Lucía atendía las clase de la maestra, que les hablaba del mundo que existía más allá de las vías del tren. Al salir, acompañaba a su madre al economato, la tienda de Renfe en la que las familias adquirían los productos que a final de mes descontaban de la nómina del padre.
Por las tardes, Máximo, Lucía, Tomás y otros niños jugaban a ser ferroviarios en la plaza del pueblo, como sus padres. Se imaginaban que trabajaban en los dos talleres de material de tracción, o en las carboneras cargando los depósitos, o en la brigada de obras construyendo vías, o de maquinistas a mandos de un tren. Al anochecer acudían a las inmediaciones del hotel a ver llegar a los viajeros que pernoctaban en el pueblo.
Almorchón era parada obligatoria de centenares de expresos y mercancías. El economato, las tiendas, el bar, el hotel, las carboneras, los muelles de carga... cada rincón de este pequeño pueblo creado por Renfe en las cercanías de Cabeza del Buey rebosaba actividad.
Eran otros tiempos, los años cincuenta y sesenta, la época de mayor esplendor. Ahora por sus vías apenas pasan cuatro trenes diarios, y el tiempo y la modernización del ferrocarril ha convertido a este enlace en una pequeña estación de un pueblo semiabandonado.
El colegio desde cuya ventana Máximo buscaba a su padre está abandonado, el economato donde Lucía compraba con su madre está en ruinas, del restaurante y del hotel de cinco plantas y 32 habitaciones en el que pernoctaban los viajeros no hay rastro, los talleres de reparación son un solar comido por los hierbajos y las carboneras hay que imaginárselas. Todo ha desaparecido, pero aquí siguen Lucía, Máximo y otra treintena de vecinos que forman parte de la última generación de almorchoneros: hijos de ferroviarios y ferroviarios jubilados, que ven como el pueblo de su infancia no tiene nada que ver con lo que es hoy.
El bullicio que despertaba el pueblo en los años cincuenta y sesenta se ha tornado en un silencio inquietante sólo roto por el sonido de una fábrica de pienso cercana. Las calles, conformadas por pabellones de casas anchas de una planta, están ahora huérfanas de juegos infantiles. Recorrer hoy Almorchón es conocer el lacerante paso del tiempo. Sin embargo, sus ruinas rezuman aún el esplendor del pasado.
El continuo letargo empezó a finales de los 70. Primero llegaron las locomotoras de gas oil, después la mecanización del trabajo -que requería menos mano de obra- y a esto se añadió el cierre de las carboneras y la eliminación de la línea de Córdoba.
Paso a la modernidad
El nuevo ferrocarril mecanizado y moderno dejó fuera de sus planes a Almorchón. Máximo, que actualmente tiene 55 años, sigue paseando por las inmediaciones de la estación. Con cierta resignación, asume «el negro futuro» del pueblo. Cree que la situación en la que se encuentra ahora mismo es demasiado complicada como para salir adelante. En su opinión, «la reconstrucción del pueblo costaría demasiado dinero». Ha sido testigo directo del letargo del pueblo. Ha visto como poco a poco el personal de Renfe destinado en Almorchón se reducía y la gente, como él mismo, emigraba en busca de las oportunidades que ya no daba el ferrocarril. Sobre el futuro de este particular pueblo planean interrogantes que ni los propios vecinos pueden resolver.
La mayoría de las casas son de Renfe, que las mantiene en alquiler aunque el terreno es una cesión que se extinguiría en el momento en el que el tren deje de pasar por Almorchón, según explica Máximo. Lucía, aquella niña que compraba en el economato, espera que algún día se arreglen las casas abandonadas. «Da mucha pena verlas así». Cuando llegó el declive al pueblo tuvo que trasladarse a Málaga, y ahora pasa la mitad del año en Almorchón, donde disfruta del verano. Reconoce que prefiere las noches estivales bajo al abrigo de la Sierra de la Rinconada a la Costa de Sol.
Viajar gratis
Las anécdotas de la infancia forman parte de las tertulias nocturnas de hoy. Los viajes gratis a los grandes almacenes de Madrid para comprar los últimos modelos y lucirlos en las fiestas, las familias que vivían en los vagones porque no había casas para todos o los bocinazos de los trenes al pasar por el pueblo están intactos en su retina.
Pero en Almorchón, el tren no sólo es pasado, también tiene un tibio presente. Mariano Naharro es el actual jefe de estación de Almorchón y heredero de las glorias pasadas del pueblo. Es consciente de que Almorchón fue todo gracias al tren y que precisamente ahora está a punto de la desaparición por él. Llegó al lugar en 1982, cuando el declive se estaba consolidando. En ese momento había cinco personas en la estación y aún mantenía un tráfico ferroviario alto, de cientos de trenes diarios. Ahora, apenas pasa una docena.
Como si fuera un auténtico tesoro, Mariano desempolva el libro de personal del año 1955. En sus hojas envejecidas de medio siglo, escritos a mano con bolígrafo azul, aparecen los nombres de áquellos que convirtieron a Almorchón en el motor económico de la zona. Son los mismos que hoy, mucho tiempo después, se sienten extraños dentro de esos trenes modernos que discurren por las vías que ellos construyeron.
Fuente: hoy digital
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